Crónica de una despedida
“He perdido la cuenta de tus huesos..”
La escritora y poetisa Susana Chávez se retiró de este mundo entre familiares, amigos y escritores
Antonio Flores Schroeder
Fue un día triste para las letras. La sonriente y buena amiga acudió a misa a las doce pe-eme a la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús.
Cuatro hombres, entre los que se encontraba su padre, la condujeron hasta el fondo de la iglesia, mientras sus amigos y familiares la esperaban de pie entre las frías butacas de madera; el dolor y la tristeza desdibujaban los rostros de sus padres y de quienes alguna vez la escucharon declamar sus poemas.
Durante el sermón el sacerdote encargado de conducir espiritualmente a Susana, fue directo y al corazón:
“Se está perdiendo el respeto a la vida, el don de la vida de Dios que todos debemos respetar… estas muertes injustas, muertes por gente desequilibrada que hay en la ciudad nos llenan de dolor”, dijo en tono de reclamo y entonces se escuchó un sollozo, el de la madre sentada a unos metros del féretro que aún no puede creer lo que nunca debió suceder.
“Roguemos a Dios que vuelva el orden a nuestra ciudad, que se entienda que queremos paz y no más odio, que cada quien asuma su responsabilidad para que se acabe la estructura de la muerte que tanto lastima a los juarenses”, agregó el clérigo ante el silencio de familiares que no dejaban de ver el ataúd.
Después de los santos óleos, el féretro con la escritora en su interior recorrió el pasillo del templo en cámara lenta. Luego sus amigos y seres más allegados la acompañaron hasta el exterior donde se encontraba ese auto negro y fúnebre que la llevaría hasta el panteón Tepeyac.
Ahí, en las escalinatas de la iglesia, la pesadumbre creció. Escritores como Arminé Arjona, Wilibaldo Delgadillo, Mauricio Rodríguez, Juan Pablo Santana y otros intelectuales como Jaime Moreno se saludaban llenos de consternación.
Los padres de Susana, con el alma rota y la mirada ausente, recibían palmadas en la espalda, abrazos cariñosos, frases que quizá nunca olvidarán, pero el tiempo se consumía por el frío de un martes en blanco y negro.
Entonces todos se dirigieron a sus autos para seguir a Susana escondida en la carroza fúnebre, escondida de sus asesinos, escondida de todas sus alegrías.
Más de veinte autos siguieron el camino primero por la calle Mejía, y después por otras arterias que parecían un laberinto hasta que se encontraron con la avenida Lerdo.
Casi al llegar al panteón se escucha el ruido de las sirenas de una ambulancia, luego de una patrulla de la Policía Federal. Pero eso no debería llamar la atención de nadie, pues se han vuelto un lugar común, de un tiempo para acá.
En el cementerio, la carroza avanzó lentamente entre los caminos marcados por tumbas y cruces de madera, seguida de los que más la quisieron durante su paso por esta vida; el llanto terminó de invadir a sus padres una vez más, que se notan afligidos, tristes, cansados.
Unos metros después, justo a la mitad del Tepeyac, se detiene la carroza. Era el momento de bajar su ataúd para recordar esas canciones con las que entre cerveza y cerveza, Susana reía y lloraba.
La escritora Arminé Arjona no deja de llorar. Apenas se puede sostener. El trío norteño interpreta ‘¿De qué manera te olvido?’, ‘Hermoso cariño’, ‘Paloma negra’, ‘Un puño de tierra’, entre otras canciones que a Susana le recordaban que algún día tenía que partir. Y ya era hora de hacerlo.
Su padre pidió que abrieran el féretro para darle un beso en la frente. Luego su mamá le dio la bendición y una de sus lágrimas cayó sobre el rostro de la mujer que ya era esperada del en la puerta de este mundo.
La llevaron hasta su última morada. El trío no dejaba de cantar. Y poco a poco fue descendiendo el féretro. Nadie lo podía creer.
Los sepultureros echaban más tierra y los músicos repetían canciones y en cuestión de unos instantes Susana se volvió un recuerdo, vivo, lleno de alegrías, de letras, de versos en rima y otros sin rima; de llanto y rebeldía, de enojo contra los abusos del poder y contra todo aquello que tuviera que ver con la violencia.
Su padre agradeció a todos y se dijo tranquilo con Dios, porque cualquier día de éstos la volvería a ver.
El poeta Juan Pablo Santana agregó que todos los presentes deberíamos tomar su ejemplo, y que Susana, la poeta, la amiga, la compañera, no había muerto. Arminé, su amiga de vida y muerte, expresó su amor por ella y por su familia.
Algunos, mientras abandonaban el panteón, imaginaron la voz de Susana:
“He perdido la cuenta de tus huesos / introduciendo mi palabra al tiempo / entonces me fui a alguna parte / con el apetito dormido. / Fuiste tú el sitio del crimen, quien me volvió clandestina melodía, / a quien contemplo mezclada de imágenes / sentada en una butaca del cine / para ver mi sombra. / Nos enredamos en el vacío / y de la nada surge tu boca / a desprenderme a Dios del aliento / en un espejismo que me brota / por un rumor indefinido. / Surges despuntando tu lengua / liberando a Sofía de tu interior. / Aquí estás, embalsamada, / casi real entre los árboles. / Pareces un chacal, / un alebrije que me conquista / más allá de lo intocable. / Te veo desatada en una ventana / alrededor de mi otra parte / dándole a mis ojos el cierre final. / A veces, también te veo / atrapada en un secreto / que duele entre mi carne. / Aquí voy a avanzando paso a paso / tomando de una mano tu ruptura / y acariciando con la otra / los cabellos de alguien / por quien toco la magnánima vehemencia. / Aquí voy en mí misma / perdiendo la cuenta de tus huesos”.